
Imagínate. 13 años que tenía ella, 14 él. No será tan difícil recordar qué se siente. Cómo se vive. La alegría y el nerviosismo al juntarse. Lo primeros besos. Los paseos por la tarde deambulando por la ciudad preguntándose qué podrían hacer, a qué dedicar el tiempo. Qué esperaría ella de él. Qué él de ella. Planteándose qué hacían los novios. Los novios mayores. Los de verdad. Porque eso era amor.
Eso pensaban ellos: que el amor llegó y lo hizo para quedarse. Pues eso, que se juraron amor eterno.
Pero ya sabemos que la eternidad a esas edades dura lo que dura. Dos semanas. Un par meses… La eternidad fluctúa como la bolsa de New York o las aguas del mar y el «para siempre» vale lo que vale .Moneda de vellón. Por lo que él le dijo una buena tarde que su eternidad llegaba hasta ahí. Que la llama se había extinguido. Que, como dice la canción, «se rompió el amor de tanto usarlo». Y hasta ahí nos parecería una historia más, anodina y vivida por cualquier adolescente en cualquier parte.
Sin embargo, el asunto se complicó. Y es que la eternidad de ella duraba más. Y ella dijo que no. Que no se extinguía nada. Ni el tiempo ni la llama ni el amor ni el «nosotros». Y ella siguió con su amor, embelesada en clase, como ausente en casa, pendiente del móvil, ese «maldito cacharro del que no aparta los ojos».
-¿Qué haces con el móvil todo el rato? -preguntaría el padre.
-Nada – contestaría ella mientras esperaba la respuesta al último whatsapp que le había enviado a él.
Él -ya lo dije, 14 años- los recibe con resignación. No quiere que ella sufra, y de tanto en tanto contesta que no, que lo siente, pero que se acabó. Pero ella insiste. Y lo hace con la ansiedad de quien no sabe manejar ni las emociones ni calcular las formas ni los tiempos. ¿Qué esperabas? ¿La conducta de un adulto? ¡Tiene 13 años! Y como tal se comporta, como una cría de 13 años que cree estar enamorada, que siente que el alma se le cae a trozos y que ve que el amor -¡ay, el amor!- se va. Por lo que no ceja en su obsesión, y whatsapp tras whatsapp se desvive en la esperanza de la respuesta que ella espera, pero que no llega. Lo que trae, cada vez más de tanto en tanto, es un «lo siento, pero no» que él le envía. Y sus palabras la torturan. La trituran por dentro. Y entre sufrimientos y falta de una buena educación sobre el uso de los móviles, sobre cómo usarlos, sobre qué se puede hacer con ellos y que no deberías hacer nunca -¡pero nunca!-, pues decide cambiar el contenido de sus mensajes.
Y no son ya las palabras lastimeras que le mandaba, sino que él comienza a recibir fotografías que ella le envía. Primero su rostro, de ojos acuosos. Luego otra foto en el cuarto, encerrada, y unas palabras de «sin ti a dónde voy a ir». Y las fotografías van mutando como mutó la eternidad de él. Y ahora ya no son en el cuarto, sino en el baño. Luego sin ropa. Más tarde incluso sin ropa interior. Y las imágenes van acumulándose en el móvil de él, que sufre por ella y no sabe cómo ayudarla. Y en alguna ocasión se plantea volver con ella, más movido por las hormonas y la irresponsabilidad. «Si es que está buena», «aunque sea un tiempo sólo…». Y ella atisba la esperanza y eso le anima a que sean videos de su cuerpo lo que envía. Videos pues… Imagínate lo que quieras, porque es bastante probable que aciertes.
Y él, que había dicho que no y luego que tal vez, se atrinchera nuevamente en su negativa y se cansa y se agobia y un día -¡lleva meses recibiendo esas fotos y esos videos y esas palabras!- se desahoga con un amigo. Sí, también por whatsapp. Lo que hace cualquier chaval una tarde en la que está medio aburrido en casa. Y le cuenta que está hasta las narices. Que es que ella no para de enviarle mensajes.
-Y es que no veas las fotos que me manda. ¡Y los videos!
Y el amigo que le dice que le envíe un video. Y él que no. Pero el otro insiste y él, que -repito- tiene 14 años, pues venga, pero sólo uno.
-Y prométeme que no se lo vas a enviar a nadie.
Y el otro que promete con esas promesas de la adolescencia, que duran lo mismo que la eternidad, las modas, los gustos y los disgustos. Y el novio que ya no es novio toma una mala decisión. Una de las peores que podría haber tomado. Pero, ¿qué esperabas? ¿Quién le había educado a él en el uso de los móviles? Y allá va, video de ella acariciándose.
-Como se lo enseñes a alguien, te mato.
-No. Tranqui.
Y el amigo, evidentemente, les enseñó el video a unos amigos. Luego se lo envió a un tercero. Y, abierta la puerta, ¿quién lo podría parar? Nadie. Así que el video voló. Primero por la clase de ella. Más tarde por todo el instituto. Después, a saber. Imposible seguirle el rastro.
Ella quería morir. Imagínate las cosas que le decían por el instituto, por la calle, por las redes sociales, por mensajes… «Ahora un video a cuatro patas» era de lo más lindo que escuchaba. Ponte en su piel. También tuvo la desgraciada revelación de que algunas amigas, demasiadas, en realidad no lo eran. Que también se mofaban y cuchicheaban a sus espaldas. Escarnio público a raudales. Y dolor. Mucho dolor y desesperanza la sensación de estar sola, absolutamente sola, sin nadie a quien acudir y sin saber cómo manejar la situación. Cómo arreglar todo ese entuerto. Toda esa miseria. Toda esa mierda.
Y por fin los padres pudieron romper el muro que los había mantenido ajenos a la triste realidad del tormento por el que estaba pasando su hija. Y tomaron cartas en el asunto. Aunque tarde, porque ya era tarde, pero intentaron proteger a su niña como buenamente supieron. Porque a ver quién es el guapo que sabe proteger a sus hijos cuando ha pasado algo así. Antes, esas cosas se arreglan antes de que sucedan. Luego ya es tarde. Luego ya es tiempo de lo que vino a continuación. Primero la policía… Traslado de la denuncia al juzgado de menores… El novio que ya no era novio detenido, los padres de él intercediendo, suplicando que lo arreglaran entre ellos. Que eran cosas de críos. Pero los de ella que no, que el asunto era demasiado grave. Y razón no les faltaba: todo era ya demasiado grave. Y el juez, teniendo las pruebas del envío que él había realizado desde su móvil, pues hizo lo que tenía que hacer: juzgar.
Casi 6.000€ tuvieron que pagar los padres de él, por más que el dinero no pueda nunca resarcir el dolor causado. En lo puramente económico se añadieron las costas procesales, el abogado…También lo expulsaron del instituto. No un tiempo, sino para siempre. Tuvo que cambiar de centro, hacer nuevos amigos… Y los padres, por si fuera poco, temiendo a qué centro iban a enviar a su hijo ahora, a mitad de curso. A la otra punta de la ciudad que lo mandaron.
Lo que ella sufrió y seguirá sufriendo sólo ella lo sabrá. Igualmente, sólo sus padres sabrán el martirio, la cruz que llevaron y que aún llevan. También sufrió él, claro. Por ella, por la condena, por los antecedentes penales… Y los padres de él, evidentemente, también pasaron lo suyo. Imagínate, ver cómo la policía se lleva a tu hijo. Como si fuera un delincuente, sin caer en la triste realidad de que en eso en lo que se había convertido: en el autor de un delito.
Estoy convencido de que si los padres, de ella y de él, hubieran sabido cómo educar a sus hijos en el uso de las herramientas digitales, toda esta historia no existiría. Ella habría sabido tomar mejores decisiones. Él, también. Pero, desgraciadamente, la historia existe. Es una historia real. Triste, pero real, juzgada en uno de los juzgados de menores de España.
A toro pasado, ya sabemos: todo es fácil. Podríamos hablar y debatir sin fin sobre los móviles, las aplicaciones de mensajería, las redes sociales o la tecnología. Pero estaríamos errando el tiro, pues la causa no radica en que tuvieran ambos un smartphone (por más que fuera una herramienta necesaria para el relato de los hechos que sucedieron). Tampoco todo se debió a que fueran adolescentes ni a que estuvieran enamorados o a que dejaran de estarlo. La causa única y real estuvo en una mala decisión primera. Y no, no fue la de los chavales, sino la de los padres.
¿Va a tener un móvil tu hija? ¿Tu hijo? Estupendo, pero edúcale a usarlo. ¿No lo tienes claro? Pues ponte las pilas y aprende, porque de la buena educación que reciba puede depender su felicidad o la de los demás. Sólo mediante la educación podrás enseñarle a tomar la decisión correcta. Sólo así aprenderá a discernir entre lo que está bien y lo que está mal. Y la cosa cambia. Ya hemos visto hasta que punto cambia. Protégele. Edúcale.