
Imagina que llega la policía a casa. Y que vienen a por uno de los tuyos. Vienen para llevárselo.
La mayoría de nosotros sólo tenemos contacto con las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado cuando necesitamos ayuda o porque hemos cometido una infracción. No sé, que te han forzado la puerta del coche, que te robaron el bolso, o las maletas… O que te para la Guardia Civil de Tráfico en un control de carreteras o porque ibas demasiado rápido con el coche. Pero verlos en la puerta de tu casa y que te digan que vienen a detener a tu hijo… Tiene bemoles la cosa.
Sin embargo, tristemente es algo cada vez más habitual. Según el Instituto Nacional de Estadística, en el año 2000 fueron condenados 1671 menores en España. Diversos tipos de delitos y faltas. En todo el país. No era para estar contentos, desde luego. Son 1671 historias tristes, de niños perdidos, de “niños silvestres” que cantaba Serrat. De padres rotos, de madres rotas, preguntándose en qué fallaron, qué pasó.
Pero 1671 parece una nimiedad cuando uno lo compara con datos más actuales. Según la misma fuente, en el año 2020 fueron condenados más de 21.000 menores. Repito, en veinte años pasamos de 1671 a más de 21.000. ¿Qué está pasando?
Quizá la primera idea a la cabeza sea pensar que el mundo está fatal, que España se convirtió en algo así como en el barrio del Bronx de las pelis de cuando éramos chavales: pistolas, bandas callejeras, tráfico de drogas y un estado fallido. Pero nada más lejos de la realidad.
Al analizar con más detalle el tipo de delitos que se dispararon uno observa que hay una causa común: los medios probatorios de la comisión de un delito o falta. Que antes, Pepe le decía a Juan que “oye, como vengas al parque te parto la cabeza”. Y si los padres de Juan acudían a la justicia -que no siempre se hacía-, pues a Pepe le bastaba con negarlo en sede judicial. Que sin prueba, pues presunción de inocencia. Y Pepe seguía haciendo maldades sin más problemas que la bronca materna, si llegaba el caso.
Pero es que ahora hay pruebas. Están ahí. En el móvil. Y ahora resulta que el Pepe no le dijo eso a Juan, sino que le envió un whatsapp. Y ahí quedó registrado. Y el juez puede acceder a dicho registro. Y es más fácil, además, que caigan en la tentación o en la desgraciada decisión de cometer delitos contra el honor, contra la indemnidad y la libertad sexual…
Se dan las condiciones ideales para que de 1671 menores condenados en el año 2000 hayamos pasado a más de 21.000. Y no es porque tengan móvil. Sino porque nadie les enseñó, o al menos no lo suficiente, a utilizarlos. Se ha obviado la educación digital. La responsabilidad de las decisiones. Los riesgos a evitar y los protocolos para hacer un buen uso de los smartphones, tabletas, etc. Un uso que sea seguro para ellos y para los demás.
Porque las condenas a menores siempre tienen dos víctimas. La propia víctima del hecho punible, evidentemente; pero también el autor.
Ponte en la piel de aquellos padres que ven cómo sus hijos se van detenidos por la policía. Que se llevan a tu niña, a tu niño…
Por favor, dedícale tiempo a su educación digital. Es fundamental. Por su bien y por el de los demás.